Inauguración: sábado 18 de septiembre de 11h a 14h y de 19h a 21h

Desperté con esta cabeza de mármol en mis manos que agota mis brazos y no sé dónde dejarla

Se trata de acercarse con sigilo, como acceder a un claro del bosque. Las pinturas de Los Bravú están en todo momento despertando de una siesta imperial, se despabilan a la mirada y, advertidas de nuestra presencia, pasan a existir. Se abren fértiles y novísimas a la gloria de la mañana.

No sé si a las pinturas todavía se las llama cuadros, ha pasado mucho tiempo. Tal vez para ello haya que enmarcarlas, ponerles puertas, un artesonado. Como sea, internarse en un cuadro de Los Bravú, darse a sus perspectivas (y todos sabemos que lo importante de una perspectiva es que no lleve a ninguna parte), va a implicar que se nos haga de noche y acabemos en sus afueras, en la periferia ilusoria del cuadro, donde es probable que haya una estación de tren en cuyo andén aguardará Paul Delvaux un poco despeinado de toda la noche al raso.

La noche, en estas imágenes tan luminosas, se presiente en esos colores solarizados que dan su opuesto, su dualidad, y que a mí me traen a la mente a Odilon Redon. Porque Los Bravú, que saben que la sustracción es suma y que la única modernidad posible es la antigüedad, atienden a los viejos marginales y a los señores con barba, de respeto, a ValleInclán, sin ir más lejos, en el tratar de buscar la inmovilidad de las cosas para leer en ellas el bello enigma de la eternidad.

Por eso a su Narciso, que se rumia a sí mismo en un estanque porque mirarse dos veces en el mismo río no le iba a ser posible, lo custodian cinco pájaros como cinco soles, cinco aves entre el paraíso y el estar por casa (Narciso siempre parece que está con el pavo, pero es un faisán) que en el momento menos pensado se arrancarán a cantarle al mito, cada una con su timbre y su alegoría, las verdades del barquero.

Pero, ah, más allá del jardín, un florero de significaciones inesperadas. Una lata de cocacola que no es cocacola sino espejo otra vez, una chatarra con flores ordinarias que nadie quiere y que nos meten en casa la intemperie, la vivencia del arroyo. Siempre la nostalgia de lo silvestre, la añoranza del secreto.

Nada es lo mismo que el simbolismo, eso lo tienen muy en cuenta Dea y Diego ambos pintando en la intimidad, los dos probablemente descalzos y a solas juntos (algo únicamente posible en el amor), colmando sus cuadros de dulces imposibilidades, soplándonos a la cara algún tipo de embrujo, polvo de carbón, pétalos pulverizados, constelaciones, a saber qué mandanga, para en ese gesto insuflarnos una filosofía climática que nos revele que estamos ante una obra esotérica en el sentido literal del término, el que implica cauces freáticos, verdades secretas y deseos irrefrenables.

Las pinturas de los Bravú huelen a Bizancio, a indolencia neoclásica y a un fauno que tal vez está pensando en lo tontos que son los que se comen las uvas, con lo bueno que está el vino. Su Diana cazadora ya ha depuesto las armas y ha sido despojada por las ninfas.

Son imágenes con alma de naipe, que aúnan la severidad y la polisemia de un oráculo, lo cósmico y lo tectónico, pinturas un tanto coquetas y un tanto magníficas que antes que novedad se dirían consecuencia, acaso intuición.

Los Bravú tienen claro que la belleza es, por definición, todo lo contrario. Lo contrario de todo. Un retorno. Vestigios. Y que si Fra Angélico levantara la cabeza pediría el “Born Slippy” de Underworld, por ejemplo, o quizá un poco más de tiempo pero de tiempo pretérito. Por venir, pero venir de entonces. A las pinturas de Los Bravú no se les conoce edad porque su empeño es inmemorial: recobrar el misterio.

Texto de Rubén Lardín.