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THE PARADOXES OF THE AURA
22 Oct - 4 Nov
THE PARADOXES OF THE AURA
Ángeles Agrela
CICA Vancouver
La fascinante distancia de Ángeles Agrela.
Ángeles Agrela recordaba, en una conversación con José Ramón Rodríguez-Mateo publicada en el catálogo de la muestra De Frente (2018), que acababa de visitar la exposición de Balthus, Derain y Giacometti en la fundación Mapfre de Madrid y se quedó impresionada con la sala que habían dedicado a los retratos de mujeres tumbadas sobre la cama o un sofá; comprobó que esas obras maestras no eran otra cosa que una manifestación de una mirada hegemónica masculina sobre la mujer: “Me quedó aún más claro que la forma en que percibimos a un personaje representado puede cambiar por sutilidades que tienen que ver con el enfoque, la mirada (la propia y la de la modelo), la atmósfera, también incluso la técnica empleada. Yo trato de afinar el espacio entre la ironía y la apropiación de un género (la representación de la mujer objetualizada) para aportar algo distintivamente femenino”. Esta artista multimedial que ha realizado fotografías en las que es determinante lo performativo, vídeos en los que puede introducir el fake o mostrar los esfuerzos del culturismo, diseccionar los rostros de la Historia del Arte o componer fascinantes retratos de jóvenes mujeres en los que el dibujo magistral atrapa nuestra mirada en pieles que parecen ser “reales”, sintetiza la felicidad que le proporciona el arte (afirmando que es, en cierto sentido, “lo más cercano a hacer magia”) como un modo femenino de mirar.
Su estética ha evolucionado desde aquellas piezas que realizara a finales del siglo XX camuflándose hasta retratos de otras jóvenes mujeres en los que las máscaras lúdicas han dado paso a semblantes enigmáticos, modulaciones multicolores que, literalmente, nos devuelven la mirada. Rodrigo García, pensando en el “extremo” del camuflaje en la obra de esta artista (desarrollado sin dramatismo suicida y lejos de la banalidad del juego del escondite), advierte que intenta, con todos los materiales a su alcance, “confundirse y de ninguna manera desaparecer”. Efectivamente no hay, a pesar de todo e incluso cuando lo que suceda sea una pelea, angustia, sino lucidez y gracia serena, subvertida la táctica de ocultamiento en hipertelia (“delirio de perfección” tal y como estableciera Roger Caillois) que da a ver a la mujer que más que desvanecerse consigue hacerse irónicamente “visible”.
Agrela supo dar cuerpo a su estética a través del giro performativo, aproximando, hace veinte años en el vídeo No pain, no gain (2003), la cultura al culturismo. En los gimnasios los sujetos mutaban muscularmente y las pasiones sexuales adquirían un tono teatralmente sado-masoquista. Incluso en lo excesivo, esta creadora es capaz de encontrar una hermosa plasticidad, como en las Peleas (2002) que parecen “coreografiadas” o, por lo menos, da la impresión de que la sangre no llevará al río. El talante irónico de Ángeles Agrela también es evidente en la serie La Elegida (2003-2006), un sarcasmo estupendo sobre el mundo del arte que deja de lado cualquier resquemor nihilista sin hacerse tampoco ninguna ilusión. La mascarada no está planteada para encubrir la dificultad o hasta los sufrimientos pasados, pero tampoco quiere regodearse en las verdades amargas que, a la postre, convierten la catástrofe en una letanía.
En la dialéctica artística de sexualización de la mirada, en estos procesos de ficcionalización del yo, Ángeles Agrela terminó por concentrarse en el semblante, siendo crucial la serie de La profundidad de la piel (2010-2011) en la que se “apropió” de retratos de Jan van Eyck, Roger van der Weyden, Piero della Francesca, Sandro Boticelli, Domenico Ghirlandaio, Alberto Durero, Hans Holbein, Johannes Vermeer, El Greco, Velázquez o Ingres. En verdad lo que plantea no es tanto una estrategia (paródica) de apropiación posmoderna cuanto una deconstrucción o re-interpretación que, literalmente, disecciona los rostros para enfocar y, valga la paradoja, también para distanciarse. De nuevo no hay regodeo en el sufrimiento ni repulsión en estas obras, son lecciones de anatomía en las que la sangre no aparece sin derivar ni hacia lo abyecto ni recurrir a los rigores teológicos del martirio. En el atroz y bellísimo cuadro del desollamiento de Marsias que pintara Tiziano no necesitamos escuchar la lira de Apolo para comprender que sin lo dionisiaco no puede existir lo clásico; en las (des)encarnaciones de Ángeles Agrela la serenidad no tiene ninguna pretensión “moralizadora” sino más bien una voluntad intempestiva de mostrar el ojo de la Historia del Arte como una construcción que ha objetualizado lo femenino.
En la Entrevista (2007), expandiendo los límites de la verosimilitud autobiográfica, habla Ángeles Agrela de que el arte tiene algo que ver con las acrobacias circenses, con el contorsionismo, “es como darle la vuelta a todo cuerpo, a la piel, a las tripas, a los músculos”. Beauty is only skin deep, siempre que tengamos en cuenta, como advirtiera Paul Valery, que “lo más profundo es la piel”. La belleza epidérmica de las obras de Agrela atraviesa lo grotesco, nos anima a contemplar sin miedo lo monstruoso, camuflando lo siniestro, jugando a enmascararse y, al mismo tiempo, revelando pasiones extremas en piezas tan impresionantes como las que hizo sobre las contorsionistas (2006-2007). La perfecta distorsión que realizó de los retratos históricos fue, como apunta la misma artista, el regalo de una intensa “lección de pintura”. En esas contorsiones de los rostros ajenos y distantes en el tiempo aprendió a adecuar el procedimiento técnico a la intención de las obras, pero, sobre todo, comprobó que la profundidad de la pintura se relaciona con la de la piel humana.
La disección de la Historia es el punto de inflexión o contorsión que ha encaminado a Ángeles Agrela hasta sus obras actuales que revelan una impresionante madurez técnica y, lo más importante, el afianzamiento de una voz propia. En Fanzine (2013-2015) los rostros estaban “tapados” por cabellos de colores hipnóticos, dejando solamente “visibles” los ojos. Los fondos dinamizaban también nuestra mirada con pájaros y mariposas que añadían exotismo a papeles pintados de una ornamentalidad que no puede ser considerada por ninguna ortodoxia moderna como delito. Después de haber levantado la piel que rodea los ojos de los retratos renacentistas y barrocos, en El favor de las bellas (2016-2017) encontraba un extraño ambiente atemporal y radicalmente presente.
Ángeles Agrela ha declarado que lo que le interesa del retrato es la capacidad que tiene para atraer la mirada hacia un trozo de pintura, “que es sólo pintura (y lo es más cuanto más te acercas a ella)”. En buena medida podemos sugerir que esta estética supone una reauratización del semblante. Recordemos que Walter Benjamin, en su crucial ensayo sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, definió el “aura” como la aparición única de algo lejano por cerca que se pueda estar, advirtiendo en sus meditaciones sobre Baudelaire que la experiencia del aura se basa en la transferencia, en el nivel de las relaciones entre lo inanimado (la naturaleza) y el hombre, de una forma de reacción corriente en la sociedad humana: “Cuando somos –o creemos ser- observados, levantamos la vista. Sentir el aura de una cosa, es conferirle el poder de levantar la vista”. El extremo acercamiento a la pintura de Ángeles Agrela le ha llevado a generar una fascinante “distancia”, revelando, a través de las máscaras y con la superficie de la piel a la vista, la construcción sexual de la mirada.
Paradójicamente la deliberada “superficialidad” de las obras de esta creadora ofrece una mirada profunda, en la que se combinan ensimismamiento y teatralidad, en el sentido de Michael Fried, que no lleva hacia la datidad ideal minimalista sino hacia un singular entretejido de exceso barroco y contención clásica. Tras tejer las máscaras y los trajes de camuflaje, utilizar el bisturí en los cuadros que levantaban la piel del semblante en una suerte de alucinante gabinete anatómico post-barroco, lo que ahora le apasiona es dibujar obsesivamente los detalles de la piel, los cabellos que tienen (aparentemente) vida propia. De la puesta en escena y el camuflaje irónico ha derivado hasta unas poses que juegan con la ideología de lo “natural” sin que deje de haber un fondo de exhibicionismo. No es ya necesario portar la máscara porque el semblante tiene el poder de replegarse en una extimidad que atrapa la mirada.
En el retrato, como apunta lúcidamente esta creadora, la ilusión es tan grande que “nos identificamos inmediatamente con la visión de otro ser humano y, como tales, nos proyectamos en esa imagen de rasgos ajenos”. Agrela quería asomarse a los ojos de otras mujeres en un proceso de profunda empatía. Antes se autorretrataba o encarnaba todos los roles, asumía el juego de las máscaras; ahora necesita distancia. Retrata hijas de amigas y conocidas, tomando en cuenta la “distancia” generacional, en distintas poses, atrapando miradas de jóvenes mujeres que no quieren ser juzgadas. “Las uso –dice Agrela- como elementos estáticos en las composiciones para crear esa tensión entre la absoluta juventud, ese estar en potencia de ser lo que quieras (y si las conocieras en persona sabrías que, efectivamente, van a ser lo que ellas quieran) y el peso de la representación de la mujer en la Historia del Arte”. En estas obras de imponente belleza hay una tensión latente. Las mujeres retratadas son, al mismo tiempo, objetos emocionados y sujetos activos. No son escenas de sumisión, al contrario, las jóvenes tienen una suerte de “orgullo extraño”, sus miradas son seguras y, si bien seducen, marcan la distancia.
Desde la hibridación performativa, Agrela ha ido acercándose a la revelación de la piel de la pintura, desprendiéndose del peso de la Historia, pero sin dejar de cargar con la densidad de los géneros artísticos como en Miriam y la naturaleza muerta (2016) o en ese cuadro en el que dos mujeres soportan bustos barrocos en sus rodillas (Bernini en el sofá, 2017). Como bien apuntó Manel Clot, Ángeles Agrela traza, a lo largo de toda su trayectoria artística, un relato que discurre entre vidas provocadas, con personajes construidos, enmarcados en escenificaciones: coreografías y contorsiones, arabescos y camuflajes, peleas y pelos, máscaras y pieles. Desde el autorretrato como artista (llegando incluso a “identificarse” con el alter-ego de un boxeador) hasta las super-heroínas que venían a imponer su ley en el pantanoso mundillo del arte, el proceso ha sido en todo momento el de atender, por utilizar términos de Georges Didi-Huberman, a lo que vemos y lo que nos mira.
El punctum de los prodigiosos retratos de Ángeles Agrela está tanto en los ojos cuanto en el pelo, aunque de pronto las ropas introducen un dinamismo extraordinario y los fondos pueden amplificar el poder de seducción. El pelo ha adquirido, en las obras de la última década (desde 2013), un protagonismo enorme en la obra de Ángeles Agrela: “El cabello –apunta Iván de la Torre Amerighi- enmascara, conquista, pesa, alcanzando un protagonismo y una presencia visual y compositiva claras y unas funciones y objetivos mucho menos evidente. La cabellera ha sido siempre descifrada como símbolo del alma y fuerza vital y energética femenina, así como arma para el erotismo, que en ocasiones se ha visto ligada a la alegría de vivir y a la voluntad de triunfo”. En cierto sentido, esas cabelleras se liberan de la maldición petrificante de lo meduseo, mostrando el poder de la mirada femenina frente al falocentrismo de la metafísica occidental.
No hace falta asumir toda la retórica lacaniana para comprender que el deseo es el deseo del otro. La alteridad y la alteración de la Historia que Agrela compone surge del deseo de asignar otro significado a las mujeres, sin entregarse a un discurso panfletario. Al contrario, esta artista juega con una “premeditada ambigüedad”, desarrolla su obra como una extraordinaria puesta en escena en la que, como apuntó Anna Stothart en el texto que escribió para el impresionante volumen publicado por la Galería Yusto/Giner (2021), “está menos interesada en la belleza por sí misma que en la permanente fascinación, incluso la obsesión, que engendra la belleza”. La ilusión de la pintura está encarnada en esos obsesivos trazos, mínimos pero esenciales, que producen una piel diferente.
El (inmenso) placer está en los (pequeños) detalles. Pathosformel, por apelar a Warburg, en el que más que un Atlas, lo que vemos son miradas femeninas, subjetividades im-pre-vistas. Esas mujeres expresivas en su atractiva inexpresividad podrían llegar a manipular nuestro modo de mirar. En esas obras realizadas desde el 2013 no vemos las manos (salvo en escasas excepciones como en Lourdes, 2016 o en Carmen, 2019), aunque todo el trabajo de Agrela implique un elogio de la mano. Lo fascinante es, como apunta en una conversación, sospechoso: “sospechoso de esconder un engaño, de querer atraparte como un juego de manos”. La misma artista ha señalado que últimamente está muy obsesionada con la imaginería barroca religiosa y así ha pintado recientemente mujeres que dan rienda suelta al patetismo con gestos de sus manos: “Desde mi construcción cultural, el efecto que a mí me producen esas imágenes no es piedad, sino fascinación. Me gusta pensar que mis obras deberían producir un grado similar de fascinación en quien las contempla y esto es, en cierto modo, una trampa”. Las visiones capitales, en el sentido de Julia Kristeva, tienen un aire (engañosamente) superficial, son perturbadoras y sutiles, excesivas cromáticamente y contenidas, nos atraen para mantenernos a distancia. El placer del artificio reencarna las paradojas del aura.
Texto original de Fernando Castro Florez.
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Detalles
- Comienza:
- 22 Oct
- Finaliza:
- 4 Nov
- Categorías del Evento:
- Ángeles Agrela, EXPOSICIONES
- Etiquetas del Evento:
- Ángeles Agrela, CICA Vancouver
Local
- Yusto/Giner Gallery
-
C/Madera nº9
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