La pintura de Almudena Lanceolada es una pintura de gacela, esa del Cantar de los Cantares que “atisba por las rejas”. El recato de su trazo está lejos de la zarpa antropocéntrica de quienes producen paisaje y también de los que conjuran el paisaje. Los seres “pacen” en el lienzo ajenos al mundanal ruido y a los asuntos humanos. Pacer resuena a paz, a un estado de ser de la Naturaleza en el que no ocurre nada terrible a la vista, ni volcanes ni terremotos ni tempestades en alta mar. La pintura acude de un paseo en el que se va mirando lo que viene al encuentro. Se observa con atención pero con disimulo lo que hay próximo sin divagar en lo lejano y se pinta sin “desvelar” lo que no quiere ser desvelado. Es un arte de la inmanencia que parece tomar a Epicuro como maestro. La serenidad que transmite la obra de Lanceolada dice de estar “presentes” antes las cosas, liberándonos así de los enredos del pasado y del futuro, también de los relatos que sacralizan lo puesto algún día en las alturas. En sus cuadros un planeta tiene el mismo tamaño que una semilla y, junto a otros seres igualmente heterogéneos, van cayendo hacia la tierra, el lugar que soporta nuestros pasos al andar. Por eso tienen que ser colgados a pocos centímetros del suelo con el fin de situarnos en la justa perspectiva estética del paseo. Sólo hay dos composiciones que se elevan desde el suelo: unos árboles que son una fiesta y la concha de la Venus de Botticelli. Cabe pensar que nos convocan, a fuerza de golpe iconográfico, a mirar eróticamente entre nuestras rejas para atisbar una liebre de mar. Está ahí.

Teresa Calbo